Estábamos en el club, entre semana. Debía ser el único día en el año en que en la cartera no tenía las toallitas húmedas, pero claro, eso no era motivo para que mis hijos no quisieran ir al baño. Porque si hay un aparato que les funciona bien a mis hijos es el digestivo. Les funciona varias veces al día, con ritmo y sin escatimar.
Lo cierto es que no teníamos toallitas húmedas, pero afortunadamente los baños del vestuario de damas tienen bidet. Abrí las canillas y esperamos un ratito a que el agua se templara. Fui a buscar jabón líquido al dispenser, y el agüita seguía saliendo friíta. Cerré la canilla fría y comprobé que, efectivamente, no salía agua caliente. "Sale fría" sentenciaba Fafa cada 15 segundos con cara de "vos no pretenderás que yo". A los 8 minutos, y con el jabón líquido chorreándome a la altura del codo, corté por lo sano "hijo, te mojo, cierro, te enjabono, y luego abrimos un momentito para enjuagar". Sin ninguna convicción, accedió.
Lo mojé, cerré, lo enjaboné y volví a abrir el agua para enjuagarlo. Se movía, se incorporaba, se corría "pero hijo, por Dios, dejame enjuagarte de una vez".
Y entonces alzó la cabeza y me miró. Con una carita que soy incapaz de describir. Desazón, desesperación, resignación. Todo junto en esas facciones microscópicas. Y explicó "es que el agua helada me da en las bolas".
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