Cuando vamos al club, mientras los chicos potrean (para eso vamos al club) Fer y yo jugamos a las cartas.
Era algo que nos encantaba, solos o con amigos, y que las actividades cotidianas nos impiden normalmente. Pero somos unos locos bárbaros: los fines de semana, mientras los niños andan en patines, patineta o monopatín, corren detrás de la pelota o de ellos mismos, los padres nos evadimos, generalmente con la escoba de 15. Un plato.
Era algo que nos encantaba, solos o con amigos, y que las actividades cotidianas nos impiden normalmente. Pero somos unos locos bárbaros: los fines de semana, mientras los niños andan en patines, patineta o monopatín, corren detrás de la pelota o de ellos mismos, los padres nos evadimos, generalmente con la escoba de 15. Un plato.
El domingo jugábamos al Chinchón. Juli llega, pispea el block, y me felicita: yo tenía 60 y pico de puntos contra los -8 que tenía el padre. "No, hija", le explica Fer, "en este juego el que más puntos tiene pierde".
Se quedó un rato conmigo, que le explicaba al oído cómo funcionaba. Pero el éxito seguía acompañando al padre.
Al rato, apurada por los hermanos que empezaban alguna competencia imperdible, mientras se iba sentenció "no importa lo que digan, en todos los juegos el que tiene más puntos gana. Va ganando mamá". Eso es amor.
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